Arte y revolución

Vanguardias soviéticas

La aparición de las denominadas “vanguardias históricas”, en las primeras décadas del siglo XX, marcaron un antes y un después en las discusiones sobre la producción artística.

Las vanguardias soviéticas

Por Ariane Díaz

La aparición de las denominadas “vanguardias históricas”, en las primeras décadas del siglo XX, marcaron un antes y un después en las discusiones sobre la producción artística. Entre sus distintas expresiones, las conocidas como “vanguardias rusas” o “soviéticas”, enmarcadas en el contexto de dos revoluciones (1905 y 1917) y una guerra mundial, aportaron características, problemas y soluciones específicas, forjadas por las nuevas contradicciones y posibilidades de su contexto, que las diferencian de sus expresiones europeas y que iluminan muchos de los postulados comunes.

¿Rusas o soviéticas?

Hablar de “vanguardias rusas” es problemático, no sólo porque abarca en un mismo rótulo de “vanguardias” expresiones en muchos casos disímiles y contradictorias entre sí (tal como sucede con sus pares europeas), sino porque en particular, el adjetivo de “rusas” parece forzar una identidad nacional que, justo en ese momento histórico, fue un eje de enfrentamientos políticos. Lo que fuera finalmente el territorio que abarcara la Unión Soviética incluía como elemento central a la “Gran Rusia”, pero también a otras nacionalidades históricamente oprimidas por ese Imperio. Precisamente una política específica hacia las otras nacionalidades (el derecho a la autodeterminación y la posterior federación voluntaria de muchas de ellas), fue una de las “armas” más filosas de hegemonía y alianzas del Estado soviético naciente. Por ello, y porque en el terreno artístico y literario el “problema nacional” significa la utilización y experimentación con distintas lenguas y tradiciones nacionales –como en la poesía del georgiano Maiakovsky–, parece más adecuado denominarlas “vanguardias soviéticas”.

Por otro lado, las vanguardias son expresiones delimitadas en un período histórico corto que podemos fechar aproximadamente entre los primeros estertores de la revolución de 1905 –donde nacieron los consejos que conocemos como soviets– y su desplazamiento abrupto con el proceso de burocratización del Estado obrero hacia la década de 1930, cuando los soviets establecidos durante la Revolución de 1917 dejan de funcionar como órganos de poder del nuevo Estado. Así, definirlas como “vanguardias soviéticas” ayuda también a delimitarlas en un momento cronológico y en un contexto político específico.

¿Mirando al pasado o al futuro?

La crítica a la tradición artística anterior, la discusión con las formas de institucionalización del arte, la experimentación con los componentes del texto artístico, el trabajo colectivo, la fusión de diversos géneros y la manifestación explícita de sus postulados y objetivos en una proliferación de manifiestos, aparecen como características que, con los matices de cada caso, son comunes al conjunto de las manifestaciones vanguardistas del período. Sin embargo, el contexto soviético hará que varios de estos rasgos se planteen con una virulencia mayor y en prácticas concretas que fueron muy diferentes de las de las vanguardias europeas en cuanto a las relaciones con el público, con las instituciones y entre los mismos artistas.

Uno de los núcleos característicos de todas las vanguardias fue la ruptura que pretendieron establecer con las tradiciones previas. El nombre que se dio uno de los grupos más conocidos de las vanguardias, el futurismo, pero de conjunto los temas relacionados con la construcción de una vida y un ser humano nuevos, parecían ubicar a las vanguardias de espaldas al pasado y de cara al presente y al futuro. Si tomamos como parámetros la “Bofetada al gusto del público” (1912) o “La tromba de los marcianos” (1916), manifiestos colectivos de Maiakovsky, Jlébnikov y otros, la ruptura con la tradición parece haber sido radical: “El pasado es estrecho. La Academia y Pushkin son menos comprensibles que los jeroglíficos. Pushkin, Dostoyievsky, Tolstoi, etcétera, etcétera, deben ser tirados por la borda del vapor del tiempo Presente”. Sin embargo, en muchas de las obras vanguardistas, como en las del futurismo, pueden percibirse elementos de la tradición popular tanto en los temas como en el uso de la lengua que matizan esa ruptura, aun en las formas experimentales de los “lenguajes transmentales” como el “zaum”, sin duda disruptivas.

El matiz parece hacerse presente cuando se intenta definir qué se considera como la “tradición” a romper: ¿se refieren sólo a las formas y materiales tradicionales utilizados, o más precisamente, dentro del ámbito de las escuelas literarias, al canon artístico institucionalizado con sus formas de legitimación y círculos establecidos? ¿Se trata de romper con el conjunto de la tradición popular o con las expresiones consideradas como prerrogativas de cierto sector social acomodado, burgués?

Respecto a sus coetáneos, entretanto, varias líneas comunes podrían trazarse con representantes de otras propuestas estéticas que, como el simbolismo o el acmeísmo, partiendo de una distinta cosmovisión y sin apelar a una ruptura radical tal, también renovaron las formas estéticas e incluso experimentaron con ellas (como el caso de los juegos fonéticos de Biely en Petersburgo). Asimismo, en las teorizaciones que sobre estas distintas estéticas se hicieron, encontramos preocupaciones en común. Si Sklovsky, basando sus argumentos en obras futuristas, insistirá en que la función de la lengua poética es aumentar la perceptibilidad, modificar las viejas estructuras para provocar el ”asombro” frente a mundo, para lo cual el artista organiza materiales de forma distinta a como están en vida trivial, una caracterización comparable en cuanto a los específico de la lengua poética vemos por ejemplo en Mandelstam, para quien “La calidad de la poesía está determinada por la rapidez y la resolución con que implanta su intención de mandato ejecutor en la naturaleza cuantitativa y verbal, no instrumental, de la formación de palabras” (Coloquio sobre Dante). La diferenciación entre lengua poética y lengua cotidiana, con las diferencias de concepción y matices que es necesario marcar entre las distintas tendencias, puede considerarse una preocupación común de la época. Las relaciones con otras corrientes coetáneas, por tanto, no pueden ser tan tajantemente establecidas. Las rupturas y polémicas entre los distintos grupos no impidieron trabajos y publicaciones comunes. La base común parece ser un período donde, según el formalista ruso Eijembaum, la revolución había convertido a la vida en arte.

Paralelamente, en el marco del uso de formas no figurativas que caracteriza a la vanguardia, se abre otra discusión con una tradición rusa de mucho peso en la literatura como es el realismo (previamente a la instauración del “realismo socialista”). Trotsky en Literatura y revolución señalaba que la revolución no sólo había inspirado al desarrollo de nuevas formas y materiales como las futuristas, sino que también ha dado nuevas fuerzas a tendencias previas que expresaban identidades y tradiciones culturales acalladas por el despotismo zarista y una reacción a la imposición de las modas europeas. En este sentido, las tendencias figurativas y no figurativas que disputarán agriamente en estos años podrían no sin justicia considerarse hijas “legítimas” de la revolución –la instauración posterior de la doctrina del “realismo socialista” daría a esta competencia un cierre trágico, más político que estético–. Pero debe tenerse en cuenta que los textos programáticos de los manifiestos y declaraciones públicas muchas veces fueron más tajantes que lo que sus obras concretas muestran.

¿Extravagantes o populares?

Para la mayoría de las corrientes vanguardistas, no se trataba sólo de realizar meros cambios de procedimientos, sino de encontrar la mejor forma de expresar en el terreno del arte a la revolución, y a su vez, “ser la voz” de esas masas que la protagonizan. Esta voluntad ya marca una diferencia importante en sus prácticas con los vanguardistas de la Europa occidental: la tendencia didáctica, o de explícita discusión ideológica y política, será una característica las vanguardias, pero en el contexto revolucionario en que se desarrollan las vanguardias soviéticas, estas tendencias adquirirán una urgencia y una puesta en práctica que eran impensables en el contexto europeo: recitados en la vía pública, campañas de agitación en ventanas de la ciudad, obras de teatro llevadas al frente y a las fábricas estuvieron a la orden del día. Además, muchos de estos artistas estuvieron directamente implicados en el sistema de educación pública que, no sin marchas y contramarchas, fue estableciendo el nuevo régimen.

Pero será también una de las fuentes de sus preocupaciones y un blanco para sus competidores: ¿cómo captan las masas soviéticas esas formas experimentales? ¿Hasta qué punto las pueden hacer propias? ¿Se trata de disputas entre escuelas literarias en competencia, ajenas a las masas, o efectivamente existe una necesidad de renovación artística ligada a la renovación de las relaciones sociales, las instituciones, los sentidos comunes?

Una vez más en este punto los defensores de un realismo más tradicional tendrán argumentos para criticar a las vanguardias que pretenden hablar en nombre de unas masas que no las comprenden, aunque las vanguardias también, en su práctica concreta, puedan demostrar ejemplos de lo contrario. Muchas de sus manifestaciones y actividades públicas, efectivamente, son realmente masivas y tomadas por distintas organizaciones sociales y políticas.

¿Arte o trabajo?

El mismo contexto revolucionario es el que hace que definiciones caras a las vanguardias, como las de “unir el arte y la vida”, tomen rasgos impensados en la Europa occidental. La defensa de un arte “utilitario”, en el sentido de pegado a la vida cotidiana de las masas y no alejado en laboratorios aislados a modo de “torres de marfil”, que sea parte de la construcción de un “mundo nuevo” (al decir de Tatlin en relación a sus proyectos edilicios en “Formas artísticas e intenciones utilitarias”), será una de las fuentes de entusiasmo y innovación permanente de las vanguardias.
Pero además, en el marco de una revolución donde los obreros son quienes toman el poder, la definición, técnicas y organización del trabajo como actividad humana adquiere una importancia central, y no faltarán las propuestas que no sólo busquen llevar sus obras a los lugares de trabajo, sino que consideren a la actividad artística también en términos de “un trabajo”. Así titula Maiakovsky, por ejemplo, un famoso poema, “El poeta es un obrero”: “Es posible que nadie/ ponga tanto ahínco en la tarea/ como nosotros./ Yo mismo soy una fábrica”.

En qué medida esto es posible, deseable o aplicable en la situación de guerra civil y de precarias condiciones de vida, será otro de los problemas que se presentarán a los vanguardistas, pero sus intentos y postulados han dejado una huella importante en las prácticas artísticas y en la propia teoría. No es casual que sea en este marco que se hayan desarrollado teorizaciones que buscaran analizar los procedimientos del “trabajo artístico”, sus formas de construcción, sus materiales, en suma, aquello que forma parte del “oficio”, ni que surjan corrientes como la “constructivista” o, posteriormente, la “productivista”.

Otro núcleo que se relaciona a la concepción que se tiene del arte como actividad social, y que ha caracterizado al conjunto de las vanguardias, es la crítica a sus formas de institucionalización. Esta característica una vez más toma proporciones inusitadas en la etapa soviética. No sólo se buscó llevar el arte a las calles y plazas sacándolo de los museos, no sólo se buscó fusionarlo con las actividades de las masas y hacerlo un instrumento de crítica social, sino que sus posicionamientos y polémicas se dieron en un marco en el que todas las instituciones, no sólo las artísticas, estaban en discusión: la revolución había creado nuevas instituciones mientras convivía aún con muchas antiguas. ¿Qué lugar debía tener el arte en ese proceso? ¿Qué instituciones quería desechar como parte de la vieja sociedad, cuáles nuevas debería crear? También aquí las corrientes vanguardistas entraron en varias polémicas: muchas buscaron mantenerse autónomas del nuevo Estado, muchas trabajaron en instituciones nuevas creadas por él, a muchas les fue reprochado este apoyo, muchas intentaron convertirse en “la” corriente de la revolución en detrimentos de otras… en suma, el problema de la institucionalidad no fue sólo un problema teórico o sociológico sobre las formas de institucionalización del arte, sino muchas veces una disputa política explícita.

Finalmente, encontramos otra importante diferencia con las vanguardias europeas. Si el balance sobre éstas gira en torno a en qué medida fueron derrotadas en sus propósitos pero cooptadas en sus formas por el mercado, en el caso de las tendencias vanguardistas soviéticas, su destino les fue impuesto abruptamente. Diezmadas y silenciadas con el ascenso del stalinismo, muchas de sus obras fueron censuradas, destruidas y perdidas. El “realismo socialista”, nombre que en el terreno literario asumió la política de burocratización y persecución de adversarios políticos, y que se extendió a todos los terrenos sociales (artístico, científico, filosófico, en la vida cotidiana, en la familia, en las nacionalidades, en la economía, etc.) fue el fin de una proliferación de tendencias, discusiones y experimentaciones que la revolución había propiciado e inspirado. Pero trunca como es esta experiencia, su enorme riqueza nos sigue planteando hoy importantes discusiones sobre la actividad artística y su lugar en la sociedad.

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