Debate

La Revolución Rusa en traducción latinoamericana

Esta es la primera parte de un artículo con el que comenzamos una nueva serie sobre la Revolución Rusa con motivo de la conmemoración de su centenario. En este caso debatimos con Emir Sader y Álvaro García Linera.

Por Guillermo Iturbide

“Un partido reformista es un partido con una corta memoria”
León Trotsky

Página 12 publicó el 22 de juniouna columna del filósofo brasileño Emir Sader, militante histórico del Partido de los Trabajadores (PT), en el que reseña un ensayo de Álvaro García Linera, vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia e ideólogo del Movimiento al Socialismo (MAS) de ese país. Este texto se llama “Tiempos salvajes. A cien años de la revolución soviética”, y forma parte de una antología que acaba de ser publicada hace pocos días por Editorial Akal en España llamada 1917. La Revolución Rusa cien años después, editada por Juan Andrade y Fernando Hernández Sánchez. El libro y el ensayo de García Linera aún no están disponibles en Argentina. No obstante, a partir de las glosas que hace Emir Sader del mismo, nos permitimos hacer una primera crítica preliminar.

Para comenzar, Sader, glosando a García Linera, plantea que:

La Revolución Rusa anunció el nacimiento del siglo XX, poniendo la revolución como “referente moral de la plebe moderna en acción”. “Revolución se convertirá en la palabra más reivindicada y satanizada del siglo XX” (…) Enseguida García Linera encara la revolución como “momento plebeyo”, que es “la sociedad en estado de multitud fluida, autorganizada, que se asume a sí misma como sujeto de su propio destino” (…) Una revolución, según García Linera, “es, por excelencia, una guerra de posiciones y una concentrada guerra de movimientos”, acercando a Lenin y Gramsci. En la intensa lucha ideológica previa, los bolcheviques se van haciendo políticamente hegemónicos en las clases subalternas. “En realidad, la insurrección de octubre simplemente consagró el poder real alcanzado por los bolcheviques en todas las redes activas de la sociedad laboriosa”, que “se presenta más que como ‘dualidad de poderes’, como ‘multitud de poderes locales’”.

Más adelante, queda más claro hacia dónde se dirige este razonamiento cuando dice:

Hay un aspecto universal de la revolución soviética que radica “en la victoria cultural, ideológica, política y moral de las corrientes bolcheviques en la sociedad civil”. Enseguida García Linera retoma los términos en que él caracterizó las etapas de la revolución boliviana, al enfocar las relaciones entre el momento jacobino leninista y el momento gramsciano hegemónico. El se refiere al momento jacobino como “el punto de bifurcación de la revolución”, que no tiene que ver con un momento de ocupación de instalaciones del viejo poder, ni del desplazamiento de las viejas autoridades. “Las revoluciones del siglo XXI muestran que esto último llega a realizarse por vía de elecciones democráticas”.

Un Octubre electoral y un jacobinismo poco jacobino

El marxismo no transformó a la Revolución Rusa en un modelo ideal, según el cual todas las revoluciones tenían que copiar fielmente todas las etapas, los actores y los ritmos de la experiencia rusa. Nunca existió ninguna revolución que “calcara y copiara” la rusa. Tal cosa no sería más que una caricatura. Sin embargo, hay lecciones generales que se pueden aplicar. García Linera, articulando eclécticamente el autonomismo que relativiza el problema del poder, con una teoría estatista-reformista, construye una caricatura de la Revolución Rusa y de sus lecciones. De ella se desprende que el proceso revolucionario se trataría de la articulación del “momento gramsciano” y el “jacobino-leninista” o, dicho en otros términos, de “guerra de posiciones” más “guerra de maniobra”. El momento gramsciano consistiría en una prolongada lucha cultural, de ocupación de espacios en la sociedad civil, de lucha por un nuevo “sentido común”. Luego, el problema del poder para Linera es secundario, ya que se podría resolver simplemente ganando elecciones en el marco de la democracia burguesa. Entonces, el “momento jacobino-leninista”, pensando en la experiencia de los gobiernos posneoliberales latinoamericanos, pasaría por la radicalización del enfrentamiento entre estos gobiernos y sectores burgueses opositores: “El punto de bifurcación o momento jacobino es este epítome de las luchas de clase que desata una revolución”, es “un tiempo donde los discursos enmudecen, las habilidades de convencimiento se repliegan y la lucha por los símbolos unificadores se opaca”. En la revolución cubana fue la batalla de Girón, en el gobierno de Allende el golpe de Pinochet, en Venezuela el paro de actividades de Pdvsa y el golpe de Estado en 2002, en Bolivia el golpe de Estado cívico-prefectural de septiembre de 2008”.

Recapitulando, García Linera pone en el espejo de la Revolución Rusa al ciclo de gobiernos progresistas de América Latina, que pudieron mantenerse luego de enormes crisis políticas de la década neoliberal previa, en el marco de un crecimiento económico excepcional, pero que no constituyeron revoluciones ni revirtieron (ni se propusieron hacerlo) las condiciones de atraso y dependencia de la región, sin alterar las relaciones de producción capitalistas y dejando intacto el Estado burgués. Como expresión de esa relación de fuerzas, estos gobiernos enfrentaron en distintos momentos la avanzada de sectores opositores de las burguesías y las derechas locales.

La Revolución Rusa: ¿potencia plebeya contra el viejo régimen o insurrección contra un gobierno reformista?

Volvamos sobre la Revolución Rusa para establecer los equívocos. Los bolcheviques, hasta 1917, se basaron en una hipótesis estratégica. La “plebe” obrera y campesina se levantaría contra el viejo régimen, el zarismo. Entre ambos campos se hallaba la burguesía liberal, conciliadora con el zarismo. Para los bolcheviques la revolución sería burguesa, contra el zarismo y la aristocracia feudal, y desarrollaría el capitalismo como pre-requisito para, más adelante y una vez consumada la etapa burguesa, plantearse la revolución socialista. A pesar del carácter burgués de la revolución, los bolcheviques postulaban que esta sería dirigida por los trabajadores en alianza con los campesinos, y no por la timorata y traidora burguesía rusa. Con la revolución de 1905 y el surgimiento de los soviets (consejos obreros), estaba planteado que estos serían la base de un gobierno provisional revolucionario que enfrentaría al zarismo. Los bolcheviques confiaban en que el carácter revolucionario de dicho gobierno estaría dado por una segura participación de su organización, la más radical del socialismo ruso, que lucharía por combatir la influencia de la burguesía liberal. Cuando estalla la Revolución de Febrero de 1917, esta seguía siendo la estrategia bolchevique.

Durante todo 1917 no se trató de una revolución de la “plebe”, de todo el “pueblo” contra el viejo régimen. En 1917 no se enfrentaron el pueblo unido detrás de un gobierno provisional revolucionario versus el viejo régimen zarista. En 1917 la división era otra. El zarismo se había derrumbado, y los campos que objetivamente primero, y decididamente después, se enfrentaron, fueron, por un lado, un gobierno provisional formado por una coalición entre la burguesía liberal y casi toda la izquierda socialista y, por el otro los soviets de obreros, soldados y campesinos que resurgen en febrero.

En Bolivia existe una histórica tradición trotskista. En la izquierda boliviana, hablar de la Revolución Rusa es hablar centralmente del trotskismo. Por eso la categoría de “momento jacobino-leninista” que utiliza García Linera y cita Sader, tiene el sabor de un (nuevo) ajuste de cuentas con el trotskismo, el cual suele ser calificado de sectario y purista en los ámbitos que transitan tanto el vicepresidente boliviano como el intelectual brasileño. El “momento jacobino-leninista” original fue la insurrección de octubre de 1917. Este momento no se trató de un enfrentamiento del pueblo unido contra el viejo régimen, sino una insurrección obrera dirigida por un partido socialista “sectario” y “purista”(los bolcheviques) contra un gobierno que se decía revolucionario y cuyo personal político estaba formado en gran parte por viejos militantes socialistas y de izquierda (los mencheviques y los socialistas revolucionarios), que incluso habían pasado largos años por las cárceles del viejo régimen.

La realidad de 1917 fue compleja e inesperada, los hechos ahora se habían de una manera distinta a la vieja hipótesis estratégica bolchevique que describimos más arriba, y la realidad exigía un cambio estratégico radical. El zarismo era un régimen absolutista ya incluso anacrónico, a lo que se sumó el desgaste y la descomposición por el peso de la guerra mundial. Por este motivo el viejo régimen “cayó como una fruta podrida” (Trotsky), y de esta manera la revolución fue algo muy distinto a un enfrentamiento prolongado entre “el pueblo” y el zarismo. Ante la profundidad de la revolución y el vacío de poder, a la burguesía no le quedó otra alternativa más que conformar un gobierno donde fueron adquiriendo cada vez más peso organizaciones socialistas reformistas, con dirigentes prestigiados, al punto que, inclusive, antes de la vuelta de Lenin a Rusia, la dirección del Partido Bolchevique cayó en esa trampa y en un principio apoyó críticamente al gobierno. Solo la intervención de Lenin en abril, con sus famosas Tesis, hizo que los bolcheviques no capitularan a los cantos de sirena de “todo el pueblo unido contra el viejo régimen”, y que pudieran denunciar que, detrás de la fraseología revolucionaria y socialista, engañosa, del nuevo gobierno, se escondían los intereses de la burguesía imperialista rusa que no pensaba cumplir con ninguna de las promesas de la revolución. Atarse al carro de ese gobierno “progresista” era apoyar la continuación de la guerra imperialista, eso sí, con argumentos “de izquierda”.

Por eso, la insurrección de Octubre de 1917, que abrió toda una nueva era histórica para la humanidad, que marcó profundamente todo el siglo XX y también la actualidad, no fue un “momento plebeyo”, sino una revolución “sectaria” (como la llamarían los reformistas) de los obreros y campesinos dirigidos por los bolcheviques contra un gobierno pródigo en retórica “izquierdista”. Ahora bien, si algo ha caracterizado en Bolivia al movimiento de Evo Morales y García Linera, ha sido justamente su firme determinación de evitar el “momento jacobino-leninista”, y encauzar la ola de rebeliones que tiró varios presidentes a comienzos de este siglo hacia un “capitalismo andino”. La afinidad ideológica García Linera en realidad no es con la insurrección de Octubre, sino con el gobierno derrocado por ella.

En la introducción a su Historia de la Revolución Rusa, que Ediciones IPS publicará próximamente, Trotsky despliega una de las muchas definiciones de revolución que se encuentran a lo largo de la obra: “El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas, los parlamentarios, los periodistas. Pero en los momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen”. Las masas tenían tres aspiraciones elementales que, en una situación de aguda crisis social, los socialistas reformistas no podían ni querían satisfacer: “Paz, pan y tierra”. En base a esas tres ideas “sectarias”, los bolcheviques pudieron crecer, en apenas ocho meses, de ser un partido marginal a detentar el poder, desenmascarando la demagogia.

Pronto continuaremos con una segunda parte abordando otros temas que tratan Emir Sader y Álvaro García Linera.

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